Un abogado señalado de
estafar a una viuda y sus hijos es acusado por la Fiscalía General de la Nación
de varios delitos y su proceso termina por prescripción de la acción penal en
la etapa de juicio debido a las múltiples argucias de sus abogados y su
constante cambio de apoderados. Luego de
ello, es elegido magistrado de la Corte Constitucional y desde su posesión se
esconde de todos los medios de comunicación para evitar las preguntas por sus
actuaciones profesionales y personales. En la Sala Jurisdiccional Disciplinaria
del Consejo Superior de la Judicatura uno de sus integrantes al parecer recibió
aportes para su campaña a una Gobernación de DMG, otro magistrado no paga su
cuota alimentaria y uno reconocido con el mote de “El diablo” se hace conocido
a nivel nacional por conversar con una persona interesada en un fallo de su
despacho a la cual solicita que cuando se reúnan se “encargue” de borrar los
registros de sus encuentros. Otros dos miembros de la Sala son investigados por
los masivos nombramientos de funcionarios judiciales en el cargo de magistrados auxiliares por
breves periodos de tiempo, gracias a lo cual la pensión de jubilación de estos
se duplica o triplica. Mientras todos
ello ocurre, todos los integrantes de la Sala Penal de la Corte Suprema de
Justicia se van en comisión a Washington a “reunirse” con autoridades
norteamericanas por ocho días. Y apenas días después de regresar de este
intenso viaje de trabajo se trasladan por once días a Puerto Rico a representar
a Colombia en un evento académico. La Sala Penal quedó paralizada por dos
semanas por los viajes de todos sus integrantes. (Sobra decir que a mediados de
diciembre comienza la vacancia judicial) Paralelo a todo lo anterior, en el
Complejo Judicial de Paloquemao son
detenidos funcionarios y jueces que cobraban por el direccionamiento de
procesos a algunos despachos judiciales y por el sentido de algunas decisiones.
La situación es que la
justicia no fue ajena a los cambios sociales y culturales que han ocurrido en
Colombia desde los años setenta. De los marihuaneros, contrabandistas de los
setenta, a los narcotraficantes y lavadores de dólares de los ochenta y
noventa, pasando a los grupos de contratistas y funcionarios corruptos a nivel
nacional y local de las últimas dos décadas, el país se acostumbró a los
millonarios repentinos que dedicados a actividades ilegales adquirieron poder y
fortuna sin ninguna sanción legal ni social. Por el contrario, su forma de
actuar se ha convertido en modelo para quienes desean ascender en la sociedad.
Las series de televisión, acaso el único instrumento por el que las nuevas
generaciones aprenden ahora algo de historia se ha encargado de recrear con
lujo de detalles la biografía de nuestros delincuentes. En una sociedad
excluyente la historia de unos hampones que lograron inmensas riquezas por sus
actividades delictivas, sin importar su final trágico lejos de ser
aleccionadora, se convierte en inspiradora. Con ese contexto de cambios en las
relaciones y las fuentes de poder, la justicia fue amoldándose a la nueva
realidad e hizo propias las mismas conductas que permitían acceder al “éxito”
Pensar que unas reformas
cosméticas podrán alterar el actual estado de cosas es tan cándido como
irresponsable. El asunto de fondo es que nadie quiere cambiar nada porque quienes
más se benefician del permanente estado de impunidad son los más poderosos. Basta mirar la situación de la investigación de la reciente estafa colectiva
realizada en la bolsa para lograr contextualizar un poco el tema. O las multas
que con argucias infinitas dejan de pagar las multinacionales de comunicaciones.
Ni hablar del proyecto de ley que presentará el Gobierno para regularizar las
compras ilegales de predios diseñadas por abogados sofisticados. Genera una
mueca de horror pensar que el actual Ministro de Justicia será uno de los impulsores de los cambios en
las normas actuales. Y pensar que en otra época esa misma cartera tuvo el honor de ser representada por
personas como el doctor Enrique Low Murtra que aceptaron el cargo para servir
al país y no para servirse del mismo.
Por ello, el estado actual
de la justicia es un reflejo del estado actual de la sociedad. Las cicatrices y
defectos que vemos en el espejo son los mismos que tiene la sociedad. Para
sanarlos hace falta mucho más que un proceso de paz. La promoción de una
verdadera cultura de valores que en dos o tres generaciones modifique la forma
de percibir y de actuar. Pero nuestra inmediatez nos hará elegir en un semestre
un nuevo presidente en una campaña entre unas personas que representan a los mismos con la
única diferencia que unos quieren ver a
los miembros de la guerrilla muertos y los otros los quieren ver “haciendo
política”, eso sí lejitos de Bogotá y Anapoima, en esas circunscripciones donde
solo va la guerrilla y los que viven por allá. Aparte de esta importante discusión, los demás
temas como la educación, la salud, la justicia y la igualdad permanecerán sin
espacio en la agenda.
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