A inicios del siglo XXI, un
acuerdo como el suscrito entre el
Gobierno y las farc el pasado 23 de septiembre no hubiera sido posible. Para las
farc del proceso del Caguán que tenían centenares de militares y policías
secuestrados, una influencia considerable en algunas regiones del país y un
entorno económico próspero gracias al dinero proveniente del narcotráfico, la
única manera de avalar un acuerdo con el Gobierno era impulsando unas reformas
estructurales al sistema económico y político que implicaran severos cambios
institucionales. Tres lustros después, la guerrilla vanidosa y poderosa de
antes celebra hoy de manera ruidosa que sus cabecillas no vayan a la cárcel si
cuentan la verdad sobre sus crímenes.
Por ello, resulta paradójico
que el protagonista de ese cambio en la posición de la guerrilla en la mesa de
negociación sea precisamente el principal opositor de los acuerdos alcanzados
en el proceso de paz. No puede entenderse este cambio de correlación de fuerzas
entre Estado y guerrilla sin mencionar la participación de Alvaro Uribe como
presidente de Colombia en dos periodos consecutivos y los éxitos de su política
de seguridad democrática. Solo un gobierno que tuvo la disposición de enfrentar
con decisión la amenaza subversiva, valiéndose como su adversario, de “todas las formas de lucha”, pudo
desequilibrar el conflicto en favor del Estado y llevar a la organización
guerrillera a firmar lo que hoy está firmando.
Fue tal el efecto Uribe en
la política colombiana que consiguió durante la última década que el único tema
relevante en la agenda fuera el conflicto con las farc. Para Uribe y sus
seguidores la única manera de terminar la guerra contra la “amenaza terrorista”
era la rendición de este grupo. La dicotomía era muerte o cárcel, como en los
letreros del viejo oeste. Por ello, su furiosa oposición al mandatario qué el
mismo hizo elegir. Debido a ello, la creación de un nuevo partido político, el
Centro Democrático en oposición al partido creado en 2006 que lleva sus
iniciales, de la U y que tenía como su doctrina los pensamientos de su
caudillo. Las pasadas elecciones presidenciales fueron el enfrentamiento entre
dos candidatos que tenían las mismas propuestas en todos los campos y solo
diferían en la manera de terminar el conflicto con las farc: a bala uno,
negociando otro. La radicalización de la posición de Uribe ha tenido aspectos
cómicos, como el de tratar de vender a
Santos como un seguidor de las desastrosas políticas de los dictadores de Cuba
y Venezuela.
Después de medio siglo de
lucha insurgente, marcada en las últimas dos décadas de “conexidad” con el
narcotráfico, las farc han sido derrotadas. No lograron conquistar el poder. En
la negociación que se adelanta no se discuten reformas estructurales del
Estado. Al contrario, el país y el mundo al cual regresan a hacer política cambio
dramáticamente. Los asuntos agrarios no tienen la importancia de antaño.
Colombia lleva varios años suscribiendo incesantemente tratados de libre
comercio que dejaron en el pasado la protección a la industria nacional. Lo más
relevante es su derrota política. Son unos alzados en armas sin seguidores.
Aparte de extranjeros extraviados y confundidos nadie los apoya. Sus referentes
en el ámbito latinoamericano han llevado a sus países a la desgracia y el
hambre. Su reconocimiento como delincuentes políticos fue una condición que
debió cumplir el estado para adelantar el proceso de negociación que parte del
pragmatismo pero no de la convicción. Así como Lucas en Chespirito era feliz
con que le dijeran “licenciado” sin serlo, las farc sienten pertenecer a una
categoría especial de revolucionarios por el reconocimiento de ser delincuentes
políticos. Nada más alejado de la realidad. Nadie se siente identificado con
secuestradores, asesinos, reclutadores de menores y narcotraficantes. Las
farc-ep terminaron siendo un ejército sin pueblo. Aunque algunas de las
denuncias que promueven en sus discursos referentes a la concentración de
riqueza y la inequidad en Colombia son válidas, pocas personas desean que un
grupo que cometió delitos de lesa humanidad durante décadas lleve su vocería. Su compañía en futuras contiendas electorales
será tan deseada como la de Ernesto Samper en la actualidad. Ningún político
con aspiraciones a cargos públicos quiere que lo relacionen con personas o
grupos que repugnan a la sociedad. Y esa es su más sentida derrota, después de
medio siglo de lucha armada, nadie se siente identificado con sus causas e
ideas. Por eso, el gobierno sabe que no puede llevar el proceso a una
refrendación directa porque la posibilidad de una negativa a los acuerdos
alcanzados es una certeza.
Debe celebrarse el fin de un
conflicto con una organización guerrillera que se ensaño con los más pobres destruyendo sus pueblos y
hogares. Deben apoyarse los acuerdos que pongan fin a una guerra sin sentido. Y
alguien debe decirle a Alvaro Uribe, que lejos de ser una derrota, la firma del
acuerdo que ponga fin al conflicto con las farc es una victoria de la sociedad
colombiana que no hubiera sido posible sin su aporte.
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